lunes, 25 de octubre de 2010

Jack Vettriano o cuando un regalo te puede cambiar la vida.

Sucede que, en más de alguna oportunidad, he tenido la morbosa curiosidad de descubrir quien se esconde tras la fotografía  o la pintura de un libro, y esta curiosidad, saciada a veces, ha tenido decepciones, como aquellas en que la fotografía ha sido hasta googleada, o sea, ordinariamente sacada de internet o como en otras en que se ha recurrido a alguna obra de arte ultra reconocida y aparte de la copia de esa obra pictórica, no hay nada más que valga la pena del libro. Otras veces, es una figura de mal gusto la que ha sido escogida para ser la cara de algún texto que no es del todo malo y otras en que, definitivamente, se justifica ante el horroroso contenido del libro.
Hace varios años, en San Diego, compré un pequeño libro del poeta nicaragüense Leonel Rugama, hasta entonces, totalmente desconocido para mí. La edición chilena, muy sencilla, de esa suerte de antología tenía como portada un dibujo infantil muy hermoso ante mis ojos, dentro de un cuadro blanco con fondo negro; esto llamó tanto mi atención, que compré de inmediato el librito aquel. La sorpresa fue doble cuando al leer y, finalmente, tras conocer a Leonel Rugama, descubrí una poesía joven desbordante que hasta hoy pasó a ser uno de mis principales referentes. Ha pasado el tiempo y, hasta hoy, desconozco al autor del dibujo, nadie tampoco me ha indicado de quién se trata y hasta he llegado a pensar que los trazos corresponden a la autoría del propio Rugama.
A veces, la sorpresa ha tenido un dejo anecdótico como cuando adquirí el libro “La Canción Extraña”, de Amante Eledín Parraguez y cuya portada también me agradó. La sorpresa vino cuando un amigo, Luis Villegas, dijo que le había preguntado al profe Eledín y él habría dicho: ¡no sé, ese mono lo pusieron los de la imprenta!
Así he ido conociendo y me han ido gustando las portadas de muchos libros como los de Bukowsky, de Paul Auster, Gay Talese y Michael Pye, sólo por nombrar algunos y, por cierto, el tema puede dar para explayarse y describir muchas de estas portadas.
Fue así como quise indagar un día quién era el realizador de la pintura de “Los Detectives Salvajes”, de Roberto Bolaño y así llegué a saber que se trataba de un tal Jack Vettriano. En la edición de Anagrama de esta novela, aparece esta pintura llamada “ The Billy Boys”. Al leer la novela de Bolaño, me pareció una alegoría perfecta para ella y así fui buscando más dibujos de Vettriano; encontré una enormidad de cuadros en que, sin importar la simplicidad de ciertos elementos que adornan las escenas,  podemos ver en ellos una historia completa capturada en un momento de silencio. Pareciera ser que en ese silencio de hombres y mujeres, de dos o tres o cuatro personas, hay un secreto a punto de revelarse o la complicidad que entrega el compartirlo y, cuando no hay silencio, me parece sentir un murmullo, una pequeño suspiro, una congoja o un placer que intenta acallarse, pese a la pasión desbordada que en cualquier momento podría estallar y llenar el cuadro de carne y lujuria. Parece el comienzo de algo y el espectador es un voyeur privilegiado observando lo que está a punto de suceder. Suceden historias en los cuadros de Vettriano bajo techo y en una ligera lluvia, en lo que parece haber sido el fin de un tormenta, en la noche, en bares, salones de baile, moteles y burdeles, me huele a jazz, a una eterna atmosfera de bohemia, a blues, a romanticismo, a hombres de sombrero y corbata, a mujeres perfumadas y   sensuales, a algo como el video clip Du Hast de Rammstein, a novelas negras, a cine clásico, a cómics y noir.
Vettriano pinta la seducción y la convierte en afiches; me provoca cierta sensación de jolgorio estival, de frescura.
Es la figura humana, el centro de los óleos de Vettriano; parece reproducir perfectamente esa turbación del ser humano, esa melancolía joven de los 30 y los 40 y tantos años de edad.
La historia misma de Vettriano parece una novela especial. Pintor, autodidacta de origen escocés, recibe un buen día de regalo una caja de acuarelas y un pincel en su cumpleaños número 21 y, fascinado con el obsequio, se interesa en forma muy tardía en la pintura y se dedica a intentar copiar cuadros impresionistas de pintores reconocidos, como Monet y Sorolla, hasta llegar a reproducirlos en forma casi perfecta, para luego derivar a pintar sus propias creaciones que están cargadas de esas influencias .Así, rápidamente, comienza exponer y causar asombro entre los asistentes, llegando a vender hasta la fecha más de 3.000.000 millones de carteles de sus pinturas y similar número de naipes con sus reproducciones en todo el mundo, siendo ocupada en escenografías de películas y comerciales y en libros como el de Bolaño y “El Tiempo entre Costuras”, de Maria Dueñas.

Para hacerse una idea del gusto que han causado sus pinturas, su obra “Singing Butler” se vendió, el año 2005, a una suma de $ 740.000 libras, o sea, US$ 1.153.700 aproximadamente, que en pesos chilenos suma casi $ 588.000.000, nada de mal para alguien que abandonó la escuela a los 16 años, para convertirse en ingeniero en minas y luego dejar casi todo el tiempo posible de su vida sólo para comenzar a pintar después de lo que, aunque bello…parecía ser sólo un simple regalo.